Por Marcelo Vázquez Avila
De todas las llamadas “enfermedades modernas”, el estrés probablemente sea la más común y extendida entre la población. Aunque no nos guste, el estrés está a la orden del día en nuestras vidas.
“¡Qué estrés de vida!”
¿Quién no ha usado alguna vez esta expresión?
Generalmente está asociada a problemas de trabajo, familiares o de pareja, compromisos inesperados, las prisas, la falta de tiempo… y a todas aquellas situaciones que podemos considerar una amenaza y escapan a nuestro control, conocidas como estresores.
Según un reciente estudio, el 42% de los españoles de entre 18 y 65 años lo sufre con frecuencia, y 9 de cada 10 confiesa haberlo padecido durante el último año.
Entonces, estamos hablando de 12 millones de personas, de las cuales las mujeres son quienes sufren un mayor nivel de estrés -una de cada dos declara sentirse estresada- mientras que en el caso de los hombres es uno de cada tres.
En un primer momento, este trastorno suele ir acompañado por síntomas aparentemente llevaderos, como irritabilidad, molestias en el pecho, fatiga, sudoración, temblores, desórdenes digestivos, cambios de humor o insomnio.
Pero si el estrés se prolonga o los estresores acuden con demasiada frecuencia, puede derivar en complicaciones físicas y psicológicas mucho más graves, llegando en algunos casos a ser irreversibles: enfermedades cardíacas, caída del cabello, úlceras gástricas, aparición de adicciones (alcoholemia, drogas, etc.), comportamientos violentos o intentos suicidas…
Y ahí la expresión “¡Qué estrés de vida!” cobra otro significado.
Pero sí que es bueno tomar conciencia de que el estrés no es un buen compañero de viaje, y que puede y debe ser tratado para evitar que vaya a más. Para disfrutar de todo lo que nos rodea tal y como es en realidad, enfrentándonos a los problemas con todo su potencial vital y sin magnificar las situaciones cotidianas adversas.
Aunque cueste creerlo, el placer y el estrés desencadenan respuestas químicas similares en el cuerpo y en la mente, es decir, una cena romántica provoca procesos metabólicos y sensaciones físicas parecidas a las de una película de terror.
Estrés, ¿amigo o enemigo?
El estrés en sí mismo no es una enfermedad, sino una respuesta del organismo ante una amenaza y le llamamos distrés; todos lo padecemos, pero también ocurre el eustrés y a este lo necesitamos en nuestra vida ya que nos enfrenta con energía a los problemas.
No hay que olvidar que es un sistema de supervivencia y adaptación ancestral gracias al cual nuestro organismo se prepara para una situación que requiere un esfuerzo mayor. En el caso del hombre primitivo, tanto para cazar a una presa como para huir de un predador. Si observamos detenidamente este gráfico.
La curva del estrés
Vemos que existe una zona óptima, en amarillo, de estrés “bueno”. Este estrés positivo es el eustrés, y es como decíamos, aquel que en un momento de normalidad nos estimula a enfrentarnos a los problemas; nos hace tomar la iniciativa, nos pone alerta, favorece la estabilidad emocional, permite que seamos creativos y respondamos eficientemente a aquellas situaciones que lo requieran.
Así, ante la aparición de un estresor (tener que entregar a tiempo un encargo, por ejemplo) nos dota de energía para resolverlo y ser exitosos, nos hace sentir bien y favorece nuestra salud. En otras palabras, nos genera bienestar.
Sin embargo, si ese problema no se enfoca correctamente (pensamos que no llegaremos a entregar ese encargo a tiempo, pensar que no tenemos capacidad), el estrés deja de trabajar a nuestro favor. Nos acelera, nos provoca pensamientos erróneos y nos distrae de encontrar la solución. Nos aproximamos a la zona de alerta y nuestro bienestar comienza a peligrar.
A partir de ahí, dejamos de canalizar el estrés positivo, y ya todo es caída y cuesta abajo. Comienza el distrés, el estrés psicológico negativo. Ya somos completamente incapaces de adaptarnos al factor de exigencia o de demanda (ya no entregaremos el trabajo a tiempo, y las consecuencias serán nefastas) y eso nos genera tensión, sensación de impotencia, angustia y sufrimiento; cuanto más distrés tenemos, menor es nuestro grado de bienestar.
Además este estrés negativo se retroalimenta, ya que al tratar de eliminarlo y no lograrlo nos hace sentir más estresados aún. La rutina diaria se convierte en un laberinto sin salida.
Si aplicamos la curva del estrés a nuestro día a día, analicemos cómo es nuestra respuesta ante las amenazas o problemas cotidianos, si los gestionamos desde el estrés positivo con proporcionalidad o si por el contrario atravesamos la zona de alerta con facilidad y caemos en la zona de “bajón” del distrés… Si lo hacemos con honestidad, podremos determinar si sufrimos estrés negativo, y en qué grado.
La tensión proviene de quien crees que deberías ser.
La relajación proviene de aceptar quien eres