Por Armando Alonso Piñeiro
La fundación de Santa Fe, sus expediciones en las selvas paraguayas, sus aventuras en España y en América, no le habían bastado a Garay para sentar plaza en el libro de la historia. Prefirió identificar su nombre con el levantamiento y la refundación de aquella ciudad que más de cuarenta años atrás había ensayado don Pedro de Mendoza con tan desgraciado final.
“Habiendo de la guerra descendido / poblar a Buenos Aires fue acordado; / de la Asunción de Garay hubo salido / de todos adherentes aprestado”. Los versos de Martín del Barco Centenera resonaron largamente en las ciudades que don Juan de Garay había fundado. Aunque contradictorio en su largo poema “La Argentina”, el fraile arcediano que había venido a estos pagos en la expedición de Juan Ortíz de Zárate, no pudo, sin embargo, disimular la admiración que le causaba quien trágicamente había muerto a orillas del Paraná. “A mí me ha parecido me conviene / quedarme con Garay, que va triunfando, / y Zárate gran hambre siempre tiene…”
Garay que va triunfando, fue precisamente el título de un sensible ensayo que José Luis Lanuza dedicó hace cincuenta y cinco años a nuestro fundador. Un aura de ganador, en efecto, parecía siempre rodear al gran vizcaíno, un hijodalgo en épocas en que la hidalguía mucho significaba, más allá aún de los títulos nobiliarios.
La fundación de Santa Fe, sus expediciones en las selvas paraguayas, sus aventuras en España y en América, no le habían bastado a Garay para sentar plaza en el libro de la historia. Prefirió así, -y con un criterio que sólo la posteridad tiene el buen tino de reconocerle-, identificar su nombre con el levantamiento y la refundación de aquella ciudad que más de cuarenta años atrás había ensayado don Pedro de Mendoza con tan desgraciado final.
Felipe II no tardó en enterarse –el verbo es un eufemismo, habida cuenta de las dificultades de aquel tiempo para las comunicaciones- de la hazaña de Garay, gracias a los documentos que el fundador envió desde Buenos Aires. En ellos aprovechaba para notificarle también que otra ciudad se añadía a la corona española: naturalmente Santa Fe.
Pero en el siglo XVI tales cosas no eran hazañas, sino simple rutina para un Imperio que acababa de añadir a su corona nada menos que la vieja rival lusitana. Fundar ciudades, levantar poblados, hacer expediciones, descubrir tierras y mares…No era tanto para aquellos españoles acostumbrados desde antes de Cristóbal Colón a hazañas ecuménicas.
Había que estar, sin embargo, en estos lares para justipreciar el esfuerzo de los conquistadores, de los fundadores y sacerdotes, de los aventureros y los místicos. Luchar contra la naturaleza, contra las tribus de salvajes nativos –si el calificativo no cuadra a polémicos escribas de ayer y de hoy, bastaría con recordar el fin atroz de un Solís y de un Garay-, y por supuesto contra las propias ambiciones y codicias del prójimo, era rutina, sí, más rutina que a menudo costaba la vida y otras veces la razón. Pocas, muy pocas, eran coronadas con la fortuna y la gloria.
Pero Garay, a pesar de morir bajo la maza de un cacique, conquistó la gloria. Desde su ranchito de adobe y paja que habitó en la esquina de las actuales calles Reconquista y Rivadavia, tal vez su espíritu continúe protegiendo a una ciudad que cuatro siglos más tarde, tiene mucho más que ofrecer a su viejo fundador que aquellas desperdigadas manzanas. Porque Garay –“que va triunfando”, para recordar una vez más el verso de Centenera recreado por Lanuza- ha triunfado a la vuelta de los siglos con una acabada perfección que él nunca podrá imaginar. Evocar siglos después de la fundación de Buenos Aires la vida de su ilustre iniciador, bien puede constituir un ejercicio de la más sana tradición. Y acaso su sombra esté paseándose en este otoño porteño, tanto como para asegurarse de que también Buenos Aires “va triunfando”.