Por Armando Alonso Piñeiro
La emancipación argentina era vista desde los Estados Unidos con amplia visión, aunque los intereses nacionales norteamericanos y los compromisos de Washington con las potencias europeas retrasarían el reconocimiento diplomático hasta 1822. Pero la opinión pública tenía un claro panorama de lo que ocurría, por intermedio de sus estratos naturales.
Casi enseguida de estallar la Revolución de Mayo, los sucesivos gobiernos de Buenos Aires enviaron distintas misiones diplomáticas a los Estados Unidos con dos claros objetivos: el reconocimiento norteamericano de la emancipación argentina y la ayuda en armamentos para llevar a buen término la guerra con España.
Así se concretaron las misiones de Diego Saavedra y Juan Pedro Aguirre, del coronel Jacobo Thompson, de Forest, de Winter y de Manuel Hermenegildo de Aguirre. Analizadas ya estas embajadas especiales con desigual nivel por algunos historiadores, se suele recurrir como fuente de segunda mano a una obra clásica, aparecida casi medio siglo atrás, que estudiaba una compilación de diversas comunicaciones oficiales, aunque a tal distancia se puede ahora advertir numerosos errores y omisiones.
Los originales de esos documentos -y de muchos otros no citados por Manning ni sus seguidores- se hallaban en los Archivos Nacionales de Washington, un espléndido repositorio de piezas éditas e inéditas que resultan indispensables para comprender la historia de las relaciones entre Estados Unidos y la América latina durante la primera parte del siglo XIX.
Tras el estrepitoso fracaso de la misión Thompson (cuyo titular ni siquiera llegó a ser recibido por el presidente Madison), el director supremo Juan Martín de Pueyrredón designó a su sobrino Manuel Hermenegildo de Aguirre; quien en compañía de su segundo, José Gregorio Gómez, debía tomar sobre sí la responsabilidad de instrumentar las nacientes vinculaciones argentino-norteamericanas.
Ambos habían actuado en los “días de Mayo”. Gómez era miembro de la Logia Lautaro y uno de los raros amigos íntimos de San Martín. Resulta evidente que el Libertador y el director supremo coincidían en la necesidad de obtener la colaboración norteamericana para finiquitar la Campaña de los Andes. Similares iniciativas habían intentado ya con anterioridad otros gobernantes porteños, como Posadas, que le propuso al presidente Madison en 1814 firmar un tratado de comercio a cambio de la venta de armas y pertrechos. Hasta el caudillo chileno José Miguel Carrera fue enviado a los Estados Unidos por Ignacio Álvarez Thomas, en 1815, para concretar el auxilio en armamentos y municiones. Asombrosamente, Álvarez Thomas le anunció al primer mandatario norteamericano, con seis meses de anticipación, la Declaración de Independencia que sancionaría el Congreso de Tucumán. Oficios como éste revelan que en los Estados Unidos se tenía una perfecta noción de lo que ocurría en las Provincias Unidas del Río de la Plata.
“Una serie de acontecimientos extraordinarios -explicaba Álvarez Thomas a Madison- y las inesperadas variaciones que han sucedido en nuestra antigua metrópoli, nos han obligado a no hacer una formal declaración de independencia nacional, sin embargo de que nuestra conducta y nuestros papeles públicos han expresado suficientemente nuestra resolución”. La “máscara de Fernando VII” era un hecho suficientemente conocido en los Estados Unidos aun desde 1810.
Por otra parte, inmediatamente de divulgado el triunfo memorable de San Martín en Chacabuco, Pueyrredón se apresuró a informar del hecho a Washington. La comunicación sería recibida por James Monroe, quien ese año de 1817 había sucedido a Madison. El antiguo secretario de Estado leería no sin cierta melancolía el texto del gobernante porteño, que le suscitaba viejos recuerdos de la propia independencia norteamericana. Porque astutamente don Juan Martín, al informarle sobre la libertad chilena, no dudaba de que los amigos del Norte recibirían con placer tal noticia, debido a “la identidad de principios que mueven a los habitantes de este hemisferio con los que inspiraron los esfuerzos heroicos de los Estados Unidos del Norte por su gloriosa independencia”.
El Departamento de Estado estaba perfectamente informado de lo que sucedía en tierras rioplatenses. Para eso trabajaban los agentes consulares y comerciales, los enviados especiales oficiales y secretos de cada gobierno, las gacetas que Washington archivaba escrupulosamente no sin la previa y correspondiente traducción, y hasta los allegados como David Porter, quien mantenía correspondencia con expectables figuras sudamericanas como José Miguel Carrera, ya de regreso éste de su viaje a Washington. Hasta el caudillo oriental José Artigas intentó una estrecha relación con el presidente Monroe, en una afectuosa carta que aparentemente quedó sin respuesta.
Acaso uno de los mejores oficios explicando los sucesos sudamericanos sea el remitido por el comisionado Manuel Hermenegildo de Aguirre al primer mandatario norteamericano, desde la misma capital norteamericana, donde se hallaba en octubre de 1817. En cuatro páginas densas el enviado porteño hizo un racconto -tal vez severo, desde un ángulo histórico y político, pero justificado por las circunstancias del momento- de lo que venía ocurriendo en esta parte del continente. Comenzaba aludiendo a los “trescientos años de opresión colonial” en Sudamérica, a la porfiada política fernandista de negar a los habitantes de sus colonias la igualdad de derechos ciudadanos como hijos de España y al “monopolio exclusivo del comercio despóticamente ejercitado, regulado por las leyes únicamente a favor de la Metrópoli”. Aguirre evocaba los hechos heroicos de los porteños, que habían sostenido en 1806 “con tanto valor y energía la dominación española contra el ejército inglés al mando del general Beresford, y el ejército de doce mil hombres de la misma nación al mando del general Whitelocke en 1807”.
Aguirre concatenaba razonadamente todos estos episodios -sin olvidarse del fenómeno napoleónico- para explicar lo ocurrido el 25 de mayo de 1810, que narra sin eufemismos: “la separación de la Nación Española, ya conquistada por los franceses”, dice textualmente, “con la circunstancia de conservar sus habitantes aquellas provincias para el rey cautivo”.
La analogía con el proceso independentista norteamericano era una radiante claridad: los estadounidenses también habían jurado fidelidad y lealtad a Jorge III en 1776, hasta que los episodios subsecuentes modificaron aquel planteo político.
Continuaba el enviado argentino reseñando los sucesos inmediatos: la liberación de Fernando VII y su restauración en el trono español no fueron suficientes para arribar a “una terminación honrosa” de las graves diferencias entre Buenos Aires y Madrid. La expedición del general Murillo aventaba toda esperanza de conciliación: “el derecho de la defensa natural obligó a tomar medidas para rechazar la fuerza con la fuerza: ejércitos de enemigos enconados eran los peores instrumentos de una transacción”.
La emancipación argentina era vista desde los Estados Unidos con amplia visión, aunque los intereses nacionales norteamericanos y los compromisos de Washington con las potencias europeas retrasarían el reconocimiento diplomático hasta 1822. Pero la opinión pública tenía un claro panorama de lo que ocurría, por intermedio de sus estratos naturales. En el Congreso se discutía con ardor la política hacia la América del Sur. Han quedado debates memorables a este respecto en ambas cámaras. En la Sala Baja, el representante Johnson, de Kentucky, habría de pronunciar en 1818 el más vigoroso alegato a favor de los argentinos, de la legitimidad de su revolución, de su derecho a ser reconocidos en paridad con el resto del mundo y de la significativa, sorprendente coincidencia entre su proceso emancipador y el norteamericano.
Decía Johnson, desde Washington: “Nosotros hemos sufrido el grave peso de penosas imposiciones, ellos también y quizás diez veces mayor. Tuvimos nuestra época de leal adhesión, humildes súplicas e indulgente representación; ellos también. Nosotros hemos sido despreciados y excluidos de la protección del rey ellos también. En el progreso de la revolución, tuvimos nuestra época de resistencia y apelamos a las armas; ellos también. Tuvimos nuestros días de proscripción, cuando se fulminaron contra nuestros padres penas de traición y rebelión; ellos también. Habiendo hecho crisis, tuvimos nuestro día de independencia, nuestra convención y nuestro congreso; ellos también sus juntas, municipalidades y congresos. Tuvimos nuestros Warrens y Montgomerys; ellos también los tienen. Tuvimos asimismo nuestro Arnolds, y ellos también los tienen. Nosotros triunfamos, y si los patriotas de Sud América fuesen dignos de la causa y fieles a sí mismos, la Providencia mismo los sostendrá, y también los hará triunfar”.
Alonso Piñeiro ha publicado 92 obras, especialmente sobre historia argentina y americana, pero también de historia medieval, bizantina y europea, de filosofía, historia religiosa, política argentina e internacional, ciencias políticas y derecho internacional, de periodismo, literatura y publicidad y de lingüística y filología.