Por Armando Alonso Piñeiro
Es curioso que la historia argentina esté plagada de héroes olvidados, de personajes que la posteridad apenas recuerde, salvo el distraído homenaje de alguna calle. Hace un tiempo se evocó -¿se evocó?- el sesquicentenario de Feliciano Antonio Chiclana, héroe de la Reconquista, gobernador de Salta y Potosí, triunviro en 1811 y uno de los primeros que comprendieron el problema del indio.
De desconocido origen familiar (sólo se conocen los nombres de sus padres, pero no su actividad, aunque se supone que eran de buena posición en vista de que el hijo pudo cursar estudios universitarios), se recibió de abogado en Santiago de Chile, y de vuelta en Buenos Aires, fue asesor del Cabildo. En estas funciones estudió, precisamente, el problema del indio, proponiendo mejorar las relaciones del hombre blanco con el indígena, para evitar las desgraciadas consecuencias de un desencuentro que finalmente no pudo evitarse.
Su profesión jurídica no le impidió participar, durante las invasiones británicas, tanto en la Reconquista como en la Defensa. Fue nombrado capitán del Regimiento de Patricios, intimando allí con Santiago de Liniers, a cuyas órdenes participó en las jornadas de agosto de 1806.
Cuando tres años después -en realidad, el 1 de enero de 1809- se produjo el famoso movimiento que intentó derrocar al virrey Liniers, dos personas desplegaron una acción de primera línea en el suceso: Cornelio Saavedra y Chiclana. El primero, titular de los Patricios, penetró en el Fuerte con la intención de impedir que se concretara la dimisión del virrey. Chiclana, por su parte, hizo algo más práctico: mientras Saavedra discutía acaloradamente con los responsables de la sublevación, Liniers acababa de firmar su renuncia, y sostenía el pliego en sus manos. Rápidamente, Chiclana se lo arrebató y lo rompió en pedazos.
Pero este gesto espontáneo le iba a costar caro al abogado-militar. Los cabildantes se cobraron oportunamente la ofensa, porque cuando Liniers trató de pagar la deuda de gratitud nombrándolo administrador de los impuestos municipales de alumbrado, limpieza y empedrado, la corporación se expidió en contra de manera tajante: “Por ningún motivo conviene entregar la administración de estos ramos en manos del doctor Chiclana –argumentó secamente- por sus cualidades bastante sabidas; acordaron no se proponga semejante individuo y que para quitar en el jefe nuevos motivos, aunque injustos, de sentimiento, se le haga entender por oficio que los preferidos ramos están sumamente atrasados y no pueden sostener nuevas pensiones. Que por esta razón no se hace la propuesta y se ha tenido por muy conveniente el que el señor diputado de policía tome a su cargo la administración, sin interés y provisionalmente, a que se ha prestado gustoso”.
Volvería Chiclana al año siguiente a destacarse, esta vez en la Revolución de Mayo, como uno de los primeros revolucionarios, según lo recordaría Tomás Guido medio siglo más tarde en sus memorias. En esta ocasión iba a ser difícil obstaculizarlo en su carrera pública y, en efecto, fue ascendido a coronel y designado auditor de guerra en el Ejército Auxiliar del Perú. Pero tuvo el infortunio de tener que presenciar el fusilamiento de su antiguo jefe y amigo, Liniers, arcabuceado por orden de la Junta en Cabeza de Tigre, debido a sus actividades contrarrevolucionarias.
Su siguiente cargo fue el de gobernador de Salta (“Vuele usted, mi amigo, a su destino -le escribía Moreno-, que nuestros émulos temblarán cuando sepan que el gran patriota Chiclana gobierna las faldas de las sierras”). Allí desempeñó una labor importante, porque la provincia era centro de conspiraciones y desasosiegos. Pero Chiclana trabajó con firmeza y serenidad, logrando el consentimiento salteño al gobierno de la Primera Junta mediante el nombramiento del respectivo diputado provincial.
El mismo año de 1810 fue trasladado a Potosí, siempre como gobernador. Al año siguiente aceptó un cargo en el gobierno central. Fue uno de los miembros del primer Triunvirato, pero en su seno tuvo problemas con Juan José Paso. “Más de una vez subieron de punto las discusiones entre estos dos temperamentos que no armonizaban -ha escrito un biógrafo del primero-. Paso era enérgico y fácilmente irritable; Chiclana vehemente, nada amigo de hacer concesiones y algo terco. Pero esa gimnasia poco agradable le cansó y presentó la renuncia alegando cualquier enfermedad”.
Sucedió después de este desencuentro una serie de nuevos problemas; en especial, con el director supremo Juan Martín de Pueyrredón, con cuya política Chiclana estaba en desacuerdo. En 1817 Pueyrredón lo desterró, debiendo instalarse en Baltimore, Estados Unidos, juntamente con otras víctimas de aquellas primeras rencillas argentinas: Pagola, French, Valdenegro y el coronel Manuel Dorrego. El exilio fue doloroso, entre otras razones debido a la aguda miseria que debió padecer. Al año siguiente se animó a regresar a Buenos Aires, y cuando en 1819 Pueyrredón renunció a la dirección del país, Chiclana se reencontró con su coronelato; José Rondeau lo nombró en comisión para realizar una campaña contra los indios ranqueles, que llevó a cabo con éxito singular firmando un inobjetable tratado de paz. En 1822 pidió el retiro militar, como previendo el fin de su vida, que se produjo cuatro años después, un 17 de septiembre, en Buenos Aires.
*Alonso Piñeiro ha publicado 92 obras, especialmente sobre historia argentina y americana, pero también de historia medieval, bizantina y europea, de filosofía, historia religiosa, política argentina e internacional, ciencias políticas y derecho internacional, de periodismo, literatura y publicidad y de lingüística y filología.