Por Armando Alonso Piñeiro
El autor comparte una semblanza sobre la vida pública y personalidad de José Hernández, artífice de la obra cumbre de la literatura gauchesca y quien logró identificarse con este Martín Fierro producto de su creativa imaginación.
¡Ha muerto el Senador Martín Fierro! Tal el título de algunos diarios de Buenos Aires, el 22 de octubre de 1886. Porque el día anterior había muerto quien logró identificarse, acaso sin quererlo, con el personaje creado por su privilegiada imaginación. “Ha muerto el senador Martín Fierro”. Es decir, es algo más que el autor de la obra cumbre de la literatura gauchesca argentina. Había muerto quien cumplió destacadas funciones al servicio del país, como diputado, senador, miembro del Consejo Nacional de Educación, y que también presentaba perfiles aún más desconocidos: taquígrafo, periodista, enrolado políticamente en el federalismo antirrosista, comerciante, procurador, estanciero, ministro de Hacienda en Corrientes, secretario privado del presidente provisional de la Nación Juan E. Pedernera.
Decía “El Diario”, en su edición del 22 de octubre de 1886: “La enfermedad que ha terminado con la existencia del querido Martín Fierro es la miocarditis; esto es, la inflamación de los músculos del corazón. En sus últimos momentos ha conservado la misma entereza varonil que era uno de los rasgos salientes de su carácter y que todos le reconocían. Sintiendo su fin próximo, llamó a su hermano Rafael y le dijo con firmeza: -Hermano, no hay que hacerse ilusiones, esto está concluido-. A los pocos momentos de pronunciar estas palabras exhalaba su último suspiro”.
Martín Fierro creció tanto a la sombra de José Hernández, que su progenitor ha quedado achicado. Es que el libro fue un auténtico best-seller de la época, especialmente al parecer la esperada Vuelta de Martín Fierro. En un solo año se vendieron 64.000 ejemplares, cifra que en la Argentina de 2016 todavía es difícil de alcanzar. Es conocida la anécdota de que en algún libro de cuentas de las viejas pulperías aparecía este pedido: “12 gruesas de fósforos, una barrica de cerveza, 12 Vueltas de Martín Fierro, 100 cajas de sardinas”.
El desconocido José Hernández
José Hernández era un gigantón de un metro noventa, con una poblada barba negra que le cubría buena parte de la cara. Su voz era tan potente -en realidad podía calificársela de vozarrón- que lo llamaban “Matraca”. Tenía otras características curiosas, como ser dueño de una memoria asombrosa, que ejercitaba en tertulias sociales para animarlas. “La memoria excepcional que poseía -nos cuenta uno de sus biógrafos- le permitía efectuar diversas pruebas, leyendo por ejemplo una página y luego repitiéndola a ojos cerrados de corrido, como también la de palabras numeradas, volviéndolas a decir en orden descendente, ascendente o salteadas; la declamación de poesías, monólogos o cuentos que con su inimitable gracia aunque fueran insulsos transformaba en amenos entreteniendo a todo el mundo. Afecto en grado sumo a las chanzas, resultaba a veces difícil determinar si hablaba en serie o en broma. Jovial y chispeante, tenía sin embargo la virtud de no molestar a nadie con sus agudezas”. (Hialmar Edmundo Gammalsson, José Hernández, Buenos Aires, 1972).
Tan devoto de la poesía y la oratoria, como enemigo de la música. Cuéntase que una vez, al visitar a su amigo Carlos Guido Spano, éste -buen tocador de flauta- tomó el instrumento para sacar unos sones. Pero a los pocos minutos, al notar una ostensible desarmonía entre sus notas y la superposición de los ronquidos del visitante, le gritó: “¿Duermes, noble elefante?”. “No –fue la respuesta del soñoliento Hernández, mientras se restregaba los ojos-, estoy meditando en las extravagancias de un hombre de talento como tú, que pasa tantas horas soplando en un canuto”.
Alguna vez participó en sesiones espiritistas, aunque no se sabe con certeza si lo hacía por convicción o porque le divertía hablar con las mesas. Además, se complacía en hacer horóscopos. Señala otro de sus biógrafos: “Le encantaba disfrazarse, y todavía después de los años juveniles apenas dejaba pasar carnaval sin hacerlo. Su caracterización de tigre, de tan real dicen que despavoría a las señoras. Le atraía la conversación y le agradaban los naipes. Nunca fue diestro en el truco, pero ganaba casi siempre porque sus chistes distraían a los jugadores y les equivocaban los envites”.
En 1879 -año de la aparición de la Vuelta– José Hernández era dueño de una librería: la Librería del Plata, nombre, este último, que era una obsesión y sobre lo cual volveremos. Simultáneamente, se dedicaba a negocios inmobiliarios, a la vez que era electo diputado provincial. Y dice un autor: “En el orden político, aunque con independencia de criterio, perteneció a la fracción Autonomista del doctor Aristóbulo del Valle, llamada Partido Republicano, en el que militaron Leandro N. Alem e Hipólito Yrigoyen.
Ya para entonces sus amigos comenzaron a denominarlo Martín Fierro, hasta que finalmente lo hizo así todo el mundo”.
Descendiente de una linajuda familia -los Pueyrredón figuraban entre sus ascendientes inmediatos y, mucho más atrás, Juan de Garay y Hernandarias-, el apellido Plata integraba su árbol genealógico. Mucho debía gustarle a Hernández el eufónico nombre, porque no sólo llamó a su establecimiento, como queda dicho, precisamente Librería del Plata, sino que dirigió un diario -“El Río de la Plata”-, y al disponerse la erección de la nueva capital de la provincia bonaerense -con motivo de la federalización de Buenos Aires-, él propuso bautizarla, desde su sillón de senador, como La Plata.
Caben otras aclaraciones en su caudalosa biografía. Participó en el combate de San Gregorio, el 22 de enero de 1853 y en la batalla de El Tala, al año siguiente. En 1854 se trasladó a Paraná y allí ejerció el periodismo. Cayó preso por desacato. Fue oficial segundo de la Contaduría Nacional y taquígrafo del Senado. En 1860, redactor de “El Nacional Argentino”. En 1867, en Corrientes, editó “El Eco de Corrientes”. Antiguo urquicista, se distanció, sin embargo, del vencedor de Rosas y acompañó a Ricardo López Jordán en su levantamiento contra el caudillo entrerriano. En 1871 se vio obligado a emigrar al Brasil, pero al año siguiente regresó a Buenos Aires y escribió el Martín Fierro, que fue puesto a la venta en enero de 1873.
¿Existió Martín Fierro?
Sobre el Martín Fierro se han escrito infinidad de elogios y algunas críticas negativas. Que sepamos, sin embargo, ninguna ha sido tan corrosiva como la de Roberto Arlt, quien al señalar la carencia de una cultura nacional en nuestro país, afirmaba: “Y las obras que llamamos nacionales, como el Martín Fierro, sólo le pueden interesar a un analfabeto. Ningún sujeto sensato podrá deleitarse con esa versada, parodia de coplas de ciego que ha enternecido, según parece, a los corifeos de la nueva sensibilidad”.
Ahora bien: ¿Por qué Martín Fierro? El personaje ¿fue sacado de la realidad circundante contemporánea al mismo Hernández? ¿O acaso el poeta se inspiró en los antecedentes inmediatos de su época? ¿O, en definitiva, fue un bautismo de imaginación literaria?
Se sabe, al menos, de la existencia de dos Martín Fierro reales. El primero apareció al filo del siglo XIX, y ha sido rescatado para la posteridad por un documento que firma José Artigas el 19 de enero de 1800, “Señor Gobernador -comienza el oficio-: Siguiendo la comisión de reclutar gentes para la compañía de Blandengues de la Banda de Montevideo y hallándome el día 18 por los terrenos de Guai-Curú recorriendo estancias de ese contorno para hacer algunos reclutas, llegué a una pulpería, y así que reconocieron la partida, algunos juyeron y prendimos a los que quedaban en la casa, y entre ellos a Miguel Silva, de nación portuguesa, compañero de Martín Fierro y de un tal Palacios, que ha sido Blandengue. Es una gente que vive ociosamente, sin sujetarse a ningún trabajo sino de estancia en estancia, que más les acomoda el andar desnudos que servir a S.M.”.
El segundo Martín Fierro está más cerca de la época en que Hernández gestó su inmortal poema. En 1866 el juez de paz del partido del Tuyú, Enrique Sundbladt, remitió al comandante de frontera, coronel Álvaro Ramos, “un preso de nombre Martín Fierro”. El coronel Barros destinó a este Martín Fierro al cuerpo de línea de la Comandancia de Fronteras, todo lo cual figura en los archivos del juzgado de paz de Azul.
Este hecho ocurrió en 1866, y José Hernández escribió su libro a fines de 1871. La cronología, seductoramente, se alía con la hipótesis histórica para posibilitar la solución del enigma. Por otra parte, y esto resulta todavía más sugestivo, el coronel Álvaro Barros era amigo personal de José Hernández. Escritor, político, militar, Barros debió tener largas conversaciones con su colega en las mismas repetidas lides, y no es de desdeñar la posibilidad de que en esas charlas haya surgido el recuerdo de ese gaucho real.
Nos quedan, en todo caso, otras hipótesis. Martín era el santo del partido donde había nacido Hernández. Fierro, nos recuerda Martínez Estrada, era el cuchillo: A otro que estaba apurao / acomodando una bola, / le hice una dentrada sola / y le hice sentir el fierro.