Por María Marta Preziosa
“Sos muy idealista”, me dijo mi psicóloga y dejé de ir.
No le retruqué como hubiese querido: ¡Helloooooo! Soy profesora de ética, ¿cuál es el problema?, ¿cómo me ayuda lo que me decís?
Quizás, si no hubiese abandonado, mi indignación hubiese rendido algún fruto, pero se hacía largo y aburrido. Además, encontré en la escritura una forma de indagar en el comportamiento, el mío y el de los otros; escribir para entender.
La profesora de ética -empresarial, pero ética al fin- lee un post en Instagram que dice “dime de qué hablas y te diré de qué careces”. Detiene por unos segundos el scrolling en el celular y duda. No importa que haya estudiado filosofía, a cualquier sentencia cuasi-délfica le concede la oportunidad de hacerla pensar.
Hablo todo el tiempo de ética, entonces carezco de ella. Farisea. Impongo cargas pesadas en los que trabajan en empresas que yo no pienso cumplir porque soy docente. Sepulcro blanqueado. Recuerda que los maestros serán juzgados con más severidad.
Asociación libre, sí y también, contundente, densa, de muerte.
Unos cuantos alumnos la bajan del pony sin rastros de business etiquette: “quién te crees que sos vos para saber si esto está bien o está mal”. Sigue scrolleando y mira clases de yoga online. La contractura no se va.
Llega un tiempo en la vida en el que, como cebollas brotadas y de olor ácido, ya nos hemos tejido varias capas y las hemos separado entre sí con una piel oscura y resistente. De a poco, fuimos edificando algunos puntos ciegos sobre nuestro comportamiento que suelen ser más evidentes para los otros que para nosotros mismos.
Y no es que los otros siempre tengan razón –sobre todo los que gatillan el juicio fácil– ni tampoco que nunca la tengan. Y no es que no nos conocemos nada de nada, ni tampoco que nos conozcamos del todo. Vivimos siempre a medias, así, un poco adentro y un poco afuera, entre palabras propias y ajenas, atascados en una puerta vaivén.
Detenidos, pero no estancados, entre palabras dichas y escuchadas; un poco jugando a la mancha y otro poco a las escondidas; a medio camino entre la libertad percibida y los muros inexpugnables, entre el protagonismo y la victimización.
Leía una nota hace unos días sobre el femicidio de una argentina en Kosovo. El pobre padre de la víctima decía algo así como que lo sorprendía que quien había matado a su hija era “alguien instruido”, un arquitecto. Para hacer un cierto contrapunto, podríamos mencionar un caso más cercano, el del femicida del club de campo Martindale, Country Manager de una multinacional y educado en una universidad confesional.
La de la educación es una presunción más que común, eso de que actuar bien depende de la educación recibida y el mal, de su falta. Y, como a toda presunción desparramada en el habla cotidiana, cada quién le atribuye un contenido distinto: para algunos la educación son los buenos modales y los valores recibidos en la familia, para otros haber pasado por las instituciones educativas o los hábitos adquiridos en la calle. Etcétera, etcétera, etcétera.
Muchos, rápidamente, querrán comentar que el key issue es que las emociones corren por un carril diferente al de la racionalidad, que el pensar y el sentir se oponen. Siempre que escucho esto, algo se me rebela (con “b”) —mucho más si viene acompañado de recomendaciones de empezar a soltar, respirar y dejar de controlar.
La inteligencia humana es una capacidad excedente, sobreabundante y misteriosa nutrida tanto por la glucosa y los Omega 3, como por la sensibilidad, la escucha y todas las formas de la cultura. El uso de la razón es múltiple, variado y no tiene por qué reducirse a una de sus peores versiones, la que podríamos llamar “racionalidad hámster” que es la repetición ansiosa de pensamientos inconducentes o de culposas obsesiones vanas. A esa la conozco muy bien, pero a mí el hámster se me murió hace rato —como a todos. Y, aunque algunos me dicen que no, que nada que ver, yo digo que también se me murió la “racionalidad pendenciera”, la argumentativa. Ya no quiero tener razón.
La cuestión clave está en el reconocimiento de la diferencia entre lo voluntario y lo involuntario, en la reflexión personal sobre la misteriosa tensión entre aquello que nos mueve sin decidirlo–desde afuera y desde adentro- y lo que decidimos. Dicho con más charme, entre Le Volontaire et l’Involontaire, tal como se titula la tesis doctoral de Paul Ricoeur.
“Paul, no te voy a pedir perdón por haberte sido infiel y haber cambiado la filosofía por la administración de empresas por un buen rato”. ¿Será verdad eso que se decía antes, que siempre se vuelve al primer amor?
Recuerdo cuando cursé la materia Comportamiento Organizacional con la banda de especialistas en RRHH liderada por Emilio Bertoni en los años 90; todos big names: Carlos Altschul, Aldo Schlemenson y muchos otros. Entre la bibliografía obligatoria había un capítulo de un libro que conectaba los distintos tipos de inteligencia –y sus patologías– con las distintas profesiones y roles en una empresa. Eduardo Groba lo decía de modo más simple: que la búsqueda de RRHH se trataba, en esencia, de encontrar a quien tenía la “locura” apropiada para ese puesto. ¿Cuál sería la locura de los profesores de ética?
Según aquel capítulo de libro, que intenté googlear y no encontré, físicos, economistas y filósofos estábamos en el mismo penoso bando de la inteligencia abstracta. Todo lo abrumadoramente negativo que decía sobre este perfil ¡no lo recuerdo! Pero sí, que esa inteligencia ve con relativa facilidad teorías, modelos, consistencias y conceptos, pero no siempre es la más apta para ver la realidad concreta o para verse a uno mismo.
Esta lectura no vino a mi memoria cuando escribí el comentario sobre la película Oppenheimer que publicó Perfil, ni cuando Milei sacó muchos votos, sino cuando leí el análisis hecho por el guionista español José Ángel Mañas . Mañas dice que en Oppenheimer no se ve la transformación moral del personaje y estoy de acuerdo: no se ve cómo el físico pasa de estar entusiasmado con la bomba, a sentir culpa y decir que tiene las manos llenas de sangre. En lo que difiero es en que esto no me parece un error de Christopher Nolan, el director de la película, sino que la disrupción moral del personaje muestra la perplejidad de un sujeto que carga y padece una inteligencia abstracta. Un sujeto que cuando experimenta que aquello que tenía en la mente se hace realidad, queda perplejo. Un sujeto inteligente, pero detached. Un físico que ve y predice el comportamiento de las estrellas, pero no ve el alma paralizada de su amante ni puede predecir su suicidio. Un científico que no ve las jugadas de los políticos ni puede predecir cómo usarán la bomba atómica. Un interlocutor de Premios Nobel que no puede jugar el ajedrez de la vida y solo ve las consecuencias de sus movidas cuando lo que está fuera de su mente le hace jaque mate.
Más o menos algo así es lo que intentaba decir el físico y escritor Ernesto Sábato en una entrevista de hace 10 años: “las razones de la cabeza solo sirven para la ciencia”, y oponía la verdad científica a la verdad existencial. Y más o menos algo así intento decir yo: el sujeto que carga con inteligencia abstracta -y tamañas cegueras- tiende a resolver su identidad en el decir. Y de este modo, roto y desencontrado, también cree que los otros son lo que dicen y no lo que hacen.
La profesora de ética empresarial duda acerca de si fue muy dura consigo misma o fue justa, dos criterios que a veces le parecen lo mismo. Duda también de si no será una pregunta propia de una megalomanía narcisista. ¿A quién le importan sus dudas? Piensa que quizás, como dice el cineasta Andrés di Tella es “un curioso acto de responsabilidad”. Redobla la pregunta ¿de los profesores de ética se debe esperar algo mejor que del resto? ¿o menos? ¿La gente espera de los abogados que siempre cumplan la ley? Parece que no.
La profe ahora piensa que quizás el tema es no esperar nada del comportamiento de los otros y se pregunta si eso es lo que le quería decir su psicóloga con no ser idealista. También piensa que quizás le dijo lo primero que se le ocurrió -sin medir las palabras como hace ella- y no le estaba diciendo que no lo fuera. No lo sabrá, nunca volvió.
Mientras escribe esto scrollea LinkedIn y encuentra esta nota: los famosos profesores de behavioral ethics de Harvard, Dan Ariely y Francesca Gino publican un paper sobre la honestidad ¡basado en datos fraudulentos! Bingo.
La profesora ya cansada y consciente de la posible condena divina, últimamente divide por cuatro el esfuerzo argumentativo. En clase solo discute sobre las dificultades que tenemos para actuar bien. Aquello de San Pablo, no hago el bien que quiero. Además, ya se convenció de que la ética de los negocios es bastante universal y básica. Un ladrón sabe que robar está mal y por eso esconde su botín; un esclavista sabe que debe cuidar al esclavo para que sea productivo; el corrupto conoce bien la ley o se asesora con abogados, contadores y escribanos para hacer “bien” lo que sabe que está mal; nada de la corrupción es tan simple como un sujeto tirando bolsos en un falso convento.
Estoy pensando en diseñar un post para mi Instagram @microfilosofiasparailotas que actualice el oráculo de Delfos. En lugar del “conócete a ti mismo” dirá “conoce tus racionalizaciones y justificaciones”. Firmado: Sócrates del siglo XXI. Abajo del post irían algunos de los ejemplos más comunes: “necesito hacer esto para sobrevivir porque soy una constante víctima de la vida, de los otros o de la Argentina” o “necesito hacer esto para sobresalir, para que nadie dude de que soy el mejor, para sostener o reforzar la posición lograda”, o también “necesito hacer esto para quedar en el bronce y que la historia me recuerde”.
Se me ocurre también que podría publicar un carrusel que, en el primer slide, diga “Pánico Tumbero”, en el segundo su definición, “subyacente y universal miedo a la muerte, la verdadera cárcel” y en el tercero, un sinónimo, “motivo profundo de toda racionalización o justificación”.
¡Ah! y otro post más: “quizás el idealismo sea el mejor compañero de la victimización”
Me viene a la mente una cita del Evangelio. Googleo y veo que es de la Epístola de Santiago (1, 23-24). Googleo también diferentes traducciones y el original en griego y me animo a hacer una traducción propia, libre, secular, pero en mi opinión, fiel:
“Cuando escuchamos con mucha atención la palabra –la propia o la de otro- y vemos que no la actuamos o que no se refleja en nuestras decisiones, somos como aquella persona que se analiza de arriba abajo en el espejo para ver quién es, cuál es su identidad de origen, pero apenas se va, se olvida de cómo es”.
Así estamos, una y otra vez, atravesando la puerta vaivén que apenas se abre se vuelve a cerrar, devolviéndonos el empujón. La puerta vaivén –odiosa, si las hay- solo superada por la puerta giratoria del infierno de los bancos del microcentro.
Fuente: María Marta Preziosa es Dra. en Filosofía (Universidad de Navarra). MBA por IDEA. Académica investigadora y docente universitaria. Especialista en antropología y ética empresarial con foco en la gestión del cumplimiento normativo y cultura organizacional. Publicado en Empresa Digital (25 agosto de 2023)